miércoles, 29 de agosto de 2012

Escritos sobre fotografía. "Regreso a El Palmar"








ESCRITOS  SOBRE  FOTOGRAFÍA

Regreso a El Palmar



   No es fácil regresar a la imagen del horizonte donde fuimos felices. Y ya que todo cambia para ser igual y diferente, decidí coger dos autobuses (Madrid-Sevilla/ Sevilla-El Palmar de Vejer-Cádiz). Tras diez horas de carretera y carretera, me planté en la luz de un horizonte marino no demasiado herido. O sea, El Palmar de Vejer, Cádiz.

   Había perdido la información sobre habitantes eventuales y fijos que frecuenté en aquellos veranos de El Palmar (2002-2005) y que acumulaba en un viejo y desastroso teléfono móvil. Así que no tuve más remedio que recurrir al oráculo de Google y llamar por teléfono buscando habitación. Al tercer intento, conseguí estancia en Hostal Francisco Alférez por tres noches en agosto.













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    Cuando llegué a la parada de El Palmar, nada parecía haber cambiado. La luz reflejada en el mar y la arena era un suceder constante, aunque el paso del tiempo estaba ahí: los hierros de la marquesina de la parada lucían buen óxido y abundante cartelería anunciando una noche flamenca, una sesión golfa o alguna nocturnidad musical, como se puede apreciar en la foto.

    Camino del hostal, me acordé de la exposición, de fotografías en blanco y negro, 15 días en el Palmar de Cádiz y aledaños, que hice en Madrid en febrero de 2003. ¿Pervivirían algunas de aquellas imágenes?

   Ya instalado en mi habitación del hostal, con balcón con vistas al horizonte del Atlántico, pregunté a Beatriz, regidora junto a su hermano Luis del negocio, si El Cartero seguí funcionando y si aún lo comandaba Carlos. Contestación afirmativa. Así que me fui para allá directamente, sin ritual de baño previo. ¿Qué tal lucirían mis retratados de hace años? ¿Mantendrían parte de la foto pasada en la imagen del presente?












Verano  2003








   Las doce de la mañana en El Cartero y Carlos estaba tan inmensamente Carlos como siempre. Cual capitán de navío hostelero, ordenando y ajustando coordenadas ante la marejada y tormenta de los pedidos: “Hombre, Rafael Montesinos, ¿qué es de su vida?” A Carlos lo conocí en Madrid hará quince años lo menos. Aunque nos vemos poco, nuestro buen rollo es cosa fija como la playa de El Palmar.
                                                
   Le expliqué que sólo tenía asegurada la pernoctación por tres días y que el resto de la semana, tiempo que pensaba pasarme playeramente, ya se iría viendo. Carlos me recomendó que llamara a Héctor, el cual había abierto, cerca de la torre, en la planta baja de su casa  una  Beach House / Backpackers, que se da un aire y un deje de convento náutico y libertario para ambos sexos. 




Verano  2002









    Y en estas estaba Carlos pasándome el teléfono de Héctor, cuando a mi espalda sonó una voz lejanamente familiar: “¿Te acuerdas de mí?” Era Rafa, El Masajista, al que conocí hace diez años a pie de chiringuito (El Gran Baba). Entonces, cuando yo salía a hacer fotos de amanecidas playeras, me lo encontraba durmiendo en su puesto de trabajo o tenderete adosado al susodicho chiringuito. Ahora, una década después, disponía de moto para desplazarse del Palmar a Conil,  donde vivía y pernoctaba bajo techado. “Ahora tengo que irme a trabajar”, dijo. Resultaba que estaba dando masajes en el nuevo Aborígena, que regentaba el pertinaz Charlie. También Rafa tuvo a bien comunicarme que el Aborígena II se había abierto hacía dos semanas, tras varios veranos sin chiringuitos en las playas de El Palmar.




Verano  2002





Verano  2003. El Gran Baba



Verano  2004. El Aborígena.




Verano  2004. El Aborígena.





    Total, que a las seis de la tarde me hallaba en el Aborígena II. Creo que llegué en el momento adecuado. La movida playera que conocí hasta 2005 había desaparecido por disposición municipal en 2007-2008. Me contaron que al menos ahora, desde hacía unos días, estaba el Aborígena II. El pasado vital-fotográfico salía a mi encuentro, ya que llegué a la arena justo en el Renacimiento “chiringuetero”. Y El Aborígena II, como siempre, como si dijéramos: “Como tocábamos el tambor ayer a la puesta de sol”.












   A Charlie le encontré en Charlie perfecto, serio y jovial, con alta ronca voz de capitán aborígena de un raro navío perdido y en plena fiesta. Pero moderada, que no están las cosas para el cachondeo antiguo.

   Las puestas de sol las pasé -las fotografié- desde la nave del Aborígena II, que por las tardes parecía encallado en una isla desierta con plataneras. 




Verano  2004.























Verano  2004






























   Me encontré cerca del chiringuito a Roció, igual que hacía unos años, estilizada hasta la sonrisa y amable  a la vez que enérgica. Le pregunté por Raquel, aquella extraña y elegantísima dama que vivía en el bosque de pinos de los Caños. Sigue allí y seguro que otra vez coincidimos. Desde aquí, mi afecto.

   Solía recluirme en un lateral del chiriguito, cerca de la “Sala de Masajes Rafa”, en donde me presentó a simpática gente con ganas de diversión, sol y buenas puestas de sol. En El Aborígena II conocí a Ari y a su niño. Ella nos sirve las bebidas con una extraña y remota belleza que mira y ordena, que gana elegancia en la quietud, como cuando sale de la barra, se encara con el horizonte y se enciende un cigarrillo.









Verano  2004







Verano  2002























  Los camareros/as de la nave-chirigo son rápidos, atentos y, a veces, con sonrisa como tapa. De todos ellos/as recuerdo a Virgilio, serio pero de aparente zumba de bajo tono, y a María, sería, guapa y de mirada lejana, atenta y en ocasiones dormilona.

    Y los jueves a mediodía se sirve una suculenta paella. Y en especiales días, hay batukada en honor del sol declinante.



































   Sobre todo, pasé buenas tardes con cenita + puesta de sol con Rafa y sus femeninas amistades y niños de vitalidad olímpica, y con Lula y su hijos Joel, divertida pareja familiar, de las que daré más referencias después, pues ahora toca –tocaba- irse del chiringuito a descansar en la casa de Héctor. Pero antes una leve reflexión fotográfica y unas preguntas:

     ¿Qué sucede cuando se fotografía los territorios del pasado? Los cambios son evidentes. La técnica y cámaras son diferentes. Los que han permanecido tienen más tiempo encima y un sabio durar. Los nuevos parecen bien instalados en la intemporalidad del mar de verano. Todo el mundo dispone de una cámara entabletada para fotografiar las puestas de sol y lo que pillen, y después colgar la imagen en la red social que toque. Hay más tablas de surf. Por las mañanas en la playa, a unos doscientos metros de la Torre, se escucha una voz megafónica que informa que hay duchas durante un tiempo y que, por favor, o hagan esto y lo otro. Por las noches hay farolas que iluminan la carretera marítima. Hay más espacios hosteleros, con su musiquita correspondiente. Durante la noche la marcha continúan en segunda línea, llámese El Gran Baba o El Dorado… Entonces no había esto. Lugar, tiempo y situaciones eran más primitivos; menos tecnológicos. No había crisis.
















    Sin embargo tanto la luz como el ambiente se mantienen con serena atemporalidad. La imagen en El Palmar no ha perdido su fotogénica alegría, su marchosa tranquilidad. Hice fotos con la obligada cámara digital, pero me tiré unos carretes, que aún tengo que revelar. ¿Qué cambios se habrán producido en la imagen primitiva?

   Tampoco habían cambiado los puntos de atención. Retrato del ambiente del chiringuito y puesta de sol, con personajes imprescindibles, como el vendedor con cestita de mimbre y hay camarones, el subsahariano de profunda negritud y a cuestas con el puesto de cositas playeras; el chico de los bolos malabares que practica a la vista de la concurrencia,…

   Seguí practicando los paseos tempraneros por la playa vacía, sus dunas, cardos, flores, retintas próximas a la playa,… Y el paseo sin tránsito de coches, Algunas fotos nocturnas e instantáneas del entorno próximo, como la  Beach House / Backpackers de Héctor.









































 Cuando conocí a Héctor, me agradó su manera de mirar, directa, sencilla y agudamente azul. Y ese acento y decir en el hablar de ningún sitio y de todos los lugares, casi tan constante como el horizonte de El Palmar. Cerramos el trato por mi estancia y me entregó una llave, que me colgué al cuello. Entonces sentí que Héctor era un anacoreta muy sociable, un abad que funda monasterio -nada recoleto- frente al mar y transforma la edificación en barco,  y la planta baja, en bodega de acogida para playeros con mochila, esos que no desean habitar ni dormir en coche o furgoneta y que el sol, la levantera o los camperos insectos les ponga las carnes candentes.
    Por la Beach House deambulaba un personal dispar desde ajadas señoritas urbanas que se quejaban de los pertinaces mosquitos o de una alfombra que no era de su agrado, hasta norteñas rubiancas educadas y desayunadoras de maíz con leche, o un grupo de chicos y chicas italianos, entre los que estaba el joven fotógrafo  Flavio, o oficinistas madrileños hartos de urbe capitalina, o unas sevillanas pizpiretas, o un tío que no hablaba, que no tenía equipaje y al que sólo adivinaba en litera próxima, ronca que te ronca, en la penumbra de mi cuarto comunal cuando regresaba de madrugada.

  A veces Héctor tenía la amabilidad de invitarme a su casa; es decir a la planta alta o azotea rehabilitada en habitáculo jipioso-moruno-étnico-casual del todo. Entre tragos de ron, me contó diversas peripecias que le condujeron a El Palmar y también me enseñó una obra formada por originales fotos panorámicas, que bien merecen una exposición.

   Por las mañanas, a eso de las once o doce, la Beach House se quedaba desierta, momento de torradera que aprovechaba para hacer un buen puchero con los productos de la tierra. De la cocina hectoriana salieron ricos platos, como el Pollo Deconstruido o Ternera retinta a la huerta de El Palmar. De dichos platos, dejaba una parte para que Héctor y amigos/as lo probaran, y otra parte me la llevaba paseando por la playa desde la Torre hasta El Aborígena II , en sus correspondientes tapers. Y durante la puesta de sol, Rafa el Masajista, Lula y su hijos Joel y diverso personal que se iba apuntando, dábamos fin del menú.












































   Después o me refugiaba en la  Beach House o bien nos íbamos directamente, en comitiva con niños, a El Gran Baba o El Dorado, discotecón al aire libre donde dormí, sin molestarme la decibélica música, en amplio sofá junto a la niñería un buen rato, hasta que me despertó Lula, me invitó a un chupito anisado y me puse a hacer fotos que me salieron bastante raras.

   De mis últimas tardes-noches, conservo un especial recuerdo de Lula, mujer de transigente vivir, enérgica a pesar de sus ataques de bostezos, bella, inteligente y amable, y cuidadora de niño propio y ajeno. Y Joel, su hijo, observador cronista del culebrón ambiental. En sus doce años había sabía comprensión de los sucesos, como si los niños fueran los adultos con sus caprichos y ligoteos, como si a Joel le fueran a nombrar aspirante para un consejo de ancianos guasones.
















   Llegó la hora de partir. En mi última noche playera, un grupo apareció con un globo luminoso traído directamente de Tailandia  y lo lanzó al cielo estrellado. Le pedí un deseo, que es para mí y para todo lo que cabe en la Tierra y aledaños.
















    Al día siguiente, mientras esperaba el autobús que me llevaría a Sevilla, me quedé mirando la playa, el horizonte atlántico y comprendí, recordando también las fotos de Héctor, que El Palmar reclama también unas fotos panorámicas, como las que podéis ver en este artículo.
                                               
   Creo que es bueno regresar a nuestras antiguas fotos. La vida siempre nos espera en vacaciones.







Verano  2003





Fotografías  y  texto
RAFA  MONTESINOS


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