ESCRITOS SOBRE
FOTOGRAFÍA
Regreso a El Palmar
No
es fácil regresar a la imagen del horizonte donde fuimos felices. Y ya que todo
cambia para ser igual y diferente, decidí coger dos autobuses (Madrid-Sevilla/
Sevilla-El Palmar de Vejer-Cádiz). Tras diez horas de carretera y carretera,
me planté en la luz de un horizonte marino no demasiado herido. O sea, El
Palmar de Vejer, Cádiz.
Había
perdido la información sobre habitantes eventuales y fijos que frecuenté en
aquellos veranos de El Palmar (2002-2005) y que acumulaba en un viejo y
desastroso teléfono móvil. Así que no tuve más remedio que recurrir al oráculo
de Google y llamar por teléfono buscando habitación. Al tercer intento,
conseguí estancia en Hostal Francisco
Alférez por tres noches en agosto.
>
Cuando llegué a la parada de El Palmar, nada parecía haber cambiado. La
luz reflejada en el mar y la arena era un suceder constante, aunque el paso del
tiempo estaba ahí: los hierros de la marquesina de la parada lucían buen óxido
y abundante cartelería anunciando una noche flamenca, una sesión golfa o alguna
nocturnidad musical, como se puede apreciar en la foto.
Camino del hostal, me acordé de la exposición, de fotografías en blanco
y negro, 15 días en el Palmar de Cádiz y
aledaños, que hice en Madrid en febrero de 2003. ¿Pervivirían algunas de
aquellas imágenes?
Ya
instalado en mi habitación del hostal, con balcón con vistas al horizonte del
Atlántico, pregunté a Beatriz, regidora junto a su hermano Luis del negocio, si
El Cartero seguí funcionando y si aún
lo comandaba Carlos. Contestación afirmativa. Así que me fui para allá
directamente, sin ritual de baño previo. ¿Qué tal lucirían mis retratados de
hace años? ¿Mantendrían parte de la foto pasada en la imagen del presente?
Verano 2003
Las doce de la mañana en El Cartero y Carlos estaba tan inmensamente Carlos como siempre. Cual
capitán de navío hostelero, ordenando y ajustando coordenadas ante la marejada
y tormenta de los pedidos: “Hombre, Rafael Montesinos, ¿qué es de su vida?” A
Carlos lo conocí en Madrid hará quince años lo menos. Aunque nos vemos poco,
nuestro buen rollo es cosa fija como la playa de El Palmar.
Le
expliqué que sólo tenía asegurada la pernoctación por tres días y que el resto
de la semana, tiempo que pensaba pasarme playeramente, ya se iría viendo. Carlos
me recomendó que llamara a Héctor, el cual había abierto, cerca de la torre, en
la planta baja de su casa una Beach
House / Backpackers, que se da un aire y un deje de convento náutico y libertario
para ambos sexos.
Verano
2002
Y
en estas estaba Carlos pasándome el teléfono de Héctor, cuando a mi espalda
sonó una voz lejanamente familiar: “¿Te acuerdas de mí?” Era Rafa, El Masajista, al que conocí hace diez
años a pie de chiringuito (El Gran Baba).
Entonces, cuando yo salía a hacer fotos de amanecidas playeras, me lo
encontraba durmiendo en su puesto de trabajo o tenderete adosado al susodicho
chiringuito. Ahora, una década después, disponía de moto para desplazarse del
Palmar a Conil, donde vivía y pernoctaba
bajo techado. “Ahora tengo que irme a trabajar”, dijo. Resultaba que estaba
dando masajes en el nuevo Aborígena,
que regentaba el pertinaz Charlie. También Rafa tuvo a bien comunicarme que el Aborígena II se había abierto hacía dos
semanas, tras varios veranos sin chiringuitos en las playas de El Palmar.
Verano
2002
Verano
2003. El Gran Baba
Verano
2004. El Aborígena.
Verano
2004. El Aborígena.
Total, que a las seis de la tarde me hallaba en el Aborígena II. Creo que llegué en el momento adecuado. La movida
playera que conocí hasta 2005 había desaparecido por disposición municipal en
2007-2008. Me contaron que al menos ahora, desde hacía unos días, estaba el Aborígena II. El pasado
vital-fotográfico salía a mi encuentro, ya que llegué a la arena justo en el
Renacimiento “chiringuetero”. Y El
Aborígena II, como siempre, como si dijéramos: “Como tocábamos el tambor
ayer a la puesta de sol”.
A
Charlie le encontré en Charlie perfecto, serio y jovial, con alta ronca voz de
capitán aborígena de un raro navío perdido y en plena fiesta. Pero moderada,
que no están las cosas para el cachondeo antiguo.
Las
puestas de sol las pasé -las fotografié- desde la nave del Aborígena II, que por las tardes parecía encallado en una isla
desierta con plataneras.
Verano
2004.
Verano
2004
Me
encontré cerca del chiringuito a Roció, igual que hacía unos años, estilizada
hasta la sonrisa y amable a la vez que
enérgica. Le pregunté por Raquel, aquella extraña y elegantísima dama que vivía
en el bosque de pinos de los Caños. Sigue allí y seguro que otra vez
coincidimos. Desde aquí, mi afecto.
Solía
recluirme en un lateral del chiriguito, cerca de la “Sala de Masajes Rafa”, en
donde me presentó a simpática gente con ganas de diversión, sol y buenas
puestas de sol. En El Aborígena II
conocí a Ari y a su niño. Ella nos sirve las bebidas con una extraña y remota
belleza que mira y ordena, que gana elegancia en la quietud, como cuando sale
de la barra, se encara con el horizonte y se enciende un cigarrillo.
Verano
2004
Verano
2002
Los
camareros/as de la nave-chirigo son rápidos, atentos y, a veces, con sonrisa como
tapa. De todos ellos/as recuerdo a Virgilio, serio pero de aparente zumba de
bajo tono, y a María, sería, guapa y de mirada lejana, atenta y en ocasiones
dormilona.
Y
los jueves a mediodía se sirve una suculenta paella. Y en especiales días, hay batukada
en honor del sol declinante.
Sobre todo, pasé buenas tardes con cenita +
puesta de sol con Rafa y sus femeninas amistades y niños de vitalidad olímpica,
y con Lula y su hijos Joel, divertida pareja familiar, de las que daré más
referencias después, pues ahora toca –tocaba- irse del chiringuito a descansar
en la casa de Héctor. Pero antes una leve reflexión fotográfica y unas
preguntas:
¿Qué sucede cuando se fotografía los territorios del pasado? Los cambios
son evidentes. La técnica y cámaras son diferentes. Los que han permanecido
tienen más tiempo encima y un sabio durar. Los nuevos parecen bien instalados
en la intemporalidad del mar de verano. Todo el mundo dispone de una cámara
entabletada para fotografiar las puestas de sol y lo que pillen, y después
colgar la imagen en la red social que toque. Hay más tablas de surf. Por las
mañanas en la playa, a unos doscientos metros de la Torre, se escucha una voz
megafónica que informa que hay duchas durante un tiempo y que, por favor, o
hagan esto y lo otro. Por las noches hay farolas que iluminan la carretera
marítima. Hay más espacios hosteleros, con su musiquita correspondiente.
Durante la noche la marcha continúan en segunda línea, llámese El Gran Baba o El Dorado… Entonces no había esto. Lugar, tiempo y situaciones eran
más primitivos; menos tecnológicos. No había crisis.
Sin embargo tanto la luz como el ambiente se mantienen con serena
atemporalidad. La imagen en El Palmar no ha perdido su fotogénica alegría, su marchosa
tranquilidad. Hice fotos con la obligada cámara digital, pero me tiré unos
carretes, que aún tengo que revelar. ¿Qué cambios se habrán producido en la
imagen primitiva?
Tampoco habían cambiado los puntos de atención. Retrato del ambiente del
chiringuito y puesta de sol, con personajes imprescindibles, como el vendedor
con cestita de mimbre y hay camarones, el subsahariano de profunda negritud y a
cuestas con el puesto de cositas playeras; el chico de los bolos malabares que
practica a la vista de la concurrencia,…
Seguí practicando los paseos tempraneros por la playa vacía, sus dunas,
cardos, flores, retintas próximas a la playa,… Y el paseo sin tránsito de
coches, Algunas fotos nocturnas e instantáneas del entorno próximo, como la Beach
House / Backpackers de Héctor.
Cuando conocí a Héctor, me agradó su manera de
mirar, directa, sencilla y agudamente azul. Y ese acento y decir en el hablar
de ningún sitio y de todos los lugares, casi tan constante como el horizonte de
El Palmar. Cerramos el trato por mi estancia y me entregó una llave, que me
colgué al cuello. Entonces sentí que Héctor era un anacoreta muy sociable, un
abad que funda monasterio -nada recoleto- frente al mar y transforma la
edificación en barco, y la planta baja,
en bodega de acogida para playeros con mochila, esos que no desean habitar ni
dormir en coche o furgoneta y que el sol, la levantera o los camperos insectos
les ponga las carnes candentes.
Por la Beach House deambulaba
un personal dispar desde ajadas señoritas urbanas que se quejaban de los
pertinaces mosquitos o de una alfombra que no era de su agrado, hasta norteñas
rubiancas educadas y desayunadoras de maíz con leche, o un grupo de chicos y
chicas italianos, entre los que estaba el joven fotógrafo Flavio, o oficinistas madrileños hartos de
urbe capitalina, o unas sevillanas pizpiretas, o un tío que no hablaba, que no
tenía equipaje y al que sólo adivinaba en litera próxima, ronca que te ronca,
en la penumbra de mi cuarto comunal cuando regresaba de madrugada.
A
veces Héctor tenía la amabilidad de invitarme a su casa; es decir a la planta
alta o azotea rehabilitada en habitáculo jipioso-moruno-étnico-casual del todo.
Entre tragos de ron, me contó diversas peripecias que le condujeron a El Palmar
y también me enseñó una obra formada por originales fotos panorámicas, que bien
merecen una exposición.
Por las mañanas, a eso de las once o doce, la Beach House se quedaba desierta, momento de torradera que
aprovechaba para hacer un buen puchero con los productos de la tierra. De la
cocina hectoriana salieron ricos platos, como el Pollo Deconstruido o Ternera
retinta a la huerta de El Palmar. De dichos platos, dejaba una parte para
que Héctor y amigos/as lo probaran, y otra parte me la llevaba paseando por la
playa desde la Torre hasta El Aborígena
II , en sus correspondientes tapers. Y durante la puesta de sol, Rafa el
Masajista, Lula y su hijos Joel y diverso personal que se iba apuntando,
dábamos fin del menú.
Después o me refugiaba en la Beach House o bien nos íbamos
directamente, en comitiva con niños, a El
Gran Baba o El Dorado, discotecón
al aire libre donde dormí, sin molestarme la decibélica música, en amplio sofá
junto a la niñería un buen rato, hasta que me despertó Lula, me invitó a un
chupito anisado y me puse a hacer fotos que me salieron bastante raras.
De
mis últimas tardes-noches, conservo un especial recuerdo de Lula, mujer de
transigente vivir, enérgica a pesar de sus ataques de bostezos, bella,
inteligente y amable, y cuidadora de niño propio y ajeno. Y Joel, su hijo,
observador cronista del culebrón ambiental. En sus doce años había sabía
comprensión de los sucesos, como si los niños fueran los adultos con sus
caprichos y ligoteos, como si a Joel le fueran a nombrar aspirante para un
consejo de ancianos guasones.
Llegó
la hora de partir. En mi última noche playera, un grupo apareció con un globo
luminoso traído directamente de Tailandia
y lo lanzó al cielo estrellado. Le pedí un deseo, que es para mí y para
todo lo que cabe en la Tierra y aledaños.
Al día siguiente, mientras esperaba el autobús que me llevaría a
Sevilla, me quedé mirando la playa, el horizonte atlántico y comprendí,
recordando también las fotos de Héctor, que El Palmar reclama también unas
fotos panorámicas, como las que podéis ver en este artículo.
Creo que es bueno regresar a nuestras antiguas fotos. La vida siempre
nos espera en vacaciones.
Verano
2003
Fotografías y texto
RAFA MONTESINOS
No hay comentarios:
Publicar un comentario