ACCIÓN DODÓ-DADÁ
Narración
Ana Mª Cuervo de los Santos
Miguel Montesinos Pañeda
Rafael César Montesinos
Daniel Bolado
y
El Saxo de Ignatius
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Miércoles 18 de mayo, 2011
19, 30 horas
CAFÉ LIBERTAD 8
C/ Libertad 8
Metros Chueca y Banco de España
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Ofrecemos en cuatro entregas los textos que se escucharon en ACCIÓN DODÓ-DADÁ
PROSA
Primera entrega
CUATRO SOTA
por
Miguel Montesinos Pañeda
SOTA DE BASTOS
Desde que era pequeña, Belinda siempre fue la chica más guapa del pueblo. Los chicos querían cogerla de la mano,; las ancianas darle sonoros besos en la mejilla. Sus ojos verdes, su sonrisa fina, sus vestidos a medida. Sin embargo, todo ese encanto se perdía cuando Belinda hablaba. De la boca le salían insultos, bromas verdes, escupitajos. Su madre quería que fuese modelo y viese mundo. En cambio, a ella sólo le gustaba pelearse con los chicos y tirar petardos.
Belinda creció cada vez más ordinaria pero también más bella. Sus fauces, de dientes blancos, perfectos, se abrían para reír, para eructar, para enseñar pollos sin masticar. Belinda se quedó en el pueblo trabajando de mecánica, de leñadora, de agitadora de bares. Era más fuerte que cualquier chico, más guapa que cualquier mujer.
Un día alguien la retó a una carrera del taller al bar. Fuera llovía, relampagueaba. Belinda corrió sin mirar atrás. De repente, un estruendo, un árbol que se rompe, una mujer atrapada por un trozo gigantesco de leño. Los insultos y las quejas de Belinda se iban diluyendo entre el sonido de los truenos y el viento. Antes de cerrar los ojos, Belinda sintió que ya no sentía nada.
Cuando los volvió abrir, ella se había convertido en la Sota de Bastos. Su madre ya estaría contenta. Era modelo y famosa. Belinda también estaba contenta. Seguía trabajando de leñadora. Seguía agitando bares.
SOTA DE COPAS
El abuelo de Jimena jamás iba sobrio. Quizás fuese porque su jefe era un ogro o, tal vez, porque su mujer estaba como un vegetal. Las manos siempre le temblaban y de su lengua salían historias tan surrealistas que nadie sabía nunca si eran verdad o meras fantasías de borracho. Jimena creció tocando sus extremidades temblorosas, escuchando sus historias fantasiosas, viendo sus borracheras y cogorzas.
Al crecer, Jimena también comenzó a beber. Primero fue un chupito de vino, luego un sorbo de cerveza, más tarde una copa llena de ron. Ella bebía porqué se casó con un hombre al que le gustaban los hombres, porque sus amigas eran de cartón piedra, porque su hijo jamás pronunciaba palabra. Todos los camareros conocían su pelo azabache, sus brindis al sol, sus baños en alcohol. A Jimena la había llevado a casa la vecina del cuarto, la policía, el camarero del bar de la esquina. En casa nadie preguntaba por ella. Su marido no estaba y su hijo no hablaba.
Una noche cualquiera, Jimena comenzó a beber hasta que las lágrimas le supieron a vino de vagabundo, a cerveza alemana, a ginebra inglesa. Sentada en la barra de un bar, Jimena apoyó la cabeza y se quedó dormida.
Al despertar, vio al abuelo sentado en una silla muy lujosa. Tenía una copa de vino en la mano e iba elegantemente vestido. El anciano se había transformado en el rey de copas. Inmediatamente, le ofreció a Jimena un vestido nuevo y un vaso de su mejor reserva. Juntos brindaron por la nueva Sota de Copas. Mientras bebía el primer sorbo, Jimena comenzó a sentir como los problemas se diluían entre el granate del vino, entre el blanco del frágil vaso.
SOTA DE ESPADAS
El médico exploraba el cuello de María con atención. Tocaba delante y detrás buscando el origen del dolor. Tras un rato, emitió el diagnóstico. María tenía tortícolis, por ir siempre con la cabeza levantada. El médico le dio un collarín y le recomendó que reposase, que no hiciese esfuerzos innecesarios. Ella, sin mirarle a la cara, le contestó que sí. Al día siguiente se fue con las amigas a bailar salsa.
Así era María, una mujer que siempre creyó conocer todo. Casada con un pintor reconocido, ella pensaba que sabía de arte. Los aduladores la nombraron crítica, presidenta de una fundación, mujer mejor conservada del año. También se creía lista, aunque no tenía ni el graduado escolar. Nadie recuerda la última carta escrita sin faltas de ortografía.
Un día cualquiera, María decidió ponerse a escribir un libro de arte. Recopilaría las obras más importantes y hablaría sobre ellas. Se pasó días, semanas, meses viendo cuadros y comentando sobre ellos. Cuando envió lo escrito a un editor, éste se echó las manos a la cabeza. El libro era tan incomprensible que daba a entender que Velázquez era Goya, que Toulouse Lautrec era Picasso, que Monet era Gauguin. El editor, aun siendo otro adulador, le dijo que revisara un poco el libro.
María segura de estar en posesión de la verdad, buscó durante semanas los fallos del libro. Se pasaba las noches en vela viendo Las Meninas de Goya, Impresión de Gauguin, El Arlequín de Toulouse-Lautrec. María sentía como su cabeza daba vueltas, por el insomnio, por la pintura cubista, por querer ser una artista. Cerró los ojos y por fin pudo descansar.
Cuando despertó se notó rara. Vio que sostenía en la mano una espada larga y afilada. Iba impecablemente vestida y lucía tan bien como siempre. Sin embargo, nadie la venía a adular, no había cuadros que criticar, no tenía folios para escribir las palabras mal. María se había convertido en la Sota de Espadas. Como en un cuadro, María se mantuvo guapa y lista para siempre. Sin embargo, de poco le servía. Las buenas palabras de la gente no atraviesan el cartón de la baraja.
SOTA DE OROS
Todo comenzó cuando a Victoria le regalaron un monedero rosa. La niña le preguntó a su abuela qué se podía hacer con aquel trozo de tela. La anciana le respondió que guardar la felicidad bajo cremallera. La niña metió cinco pesetas y cogió el monedero. Sus ojos verdes se abrieron con una mezcla de sorpresa y felicidad. Estoy más cerca de ser feliz, se decía a si misma.
Después del primer duro, vino el primer billete de mil, el primer euro, la primera paga, el primer robo en la cartera de la abuela. Al descubrir el hurto, los padres fueron a castigarla. Pero Victoria entornó sus ojos verdes y con un hilo de voz prometió no volver hacerlo. Y ellos la perdonaron. A las dos semanas no voló el dinero, sino el bolso de la anciana.
Victoria creció, y con ella sus ambiciones. Al principio, se echaba novios que tuviesen motos, skates, pisos para ellos solos. Luego le cogió gusto a la ropa de marca, a los deportivos de dos puertas, a las vacaciones en Cerdeña. Victoria no trabajaba porque decía que se le cansaban los brazos, se le rompían las uñas, se le ensuciaban los zapatos. Todas las semanas veía su cuenta aumentar y se preguntaba en cuántos ceros estaría la felicidad de la que tanto hablaba su abuela.
Pasaron los maridos, pasaron los años, pasó el tener cuerpo para ponerse bikinis en verano. Victoria se miraba al espejo y cada vez se veía más rica e infeliz. Dejaba pasar el tiempo tumbada en un sillón, viendo en el televisor cómo otros eran pobres, iban mal vestidos pero parecían ser felices. Un día, mientras se quedaba dormida, sintió como si las camas, las habitaciones se estuviesen volviendo cada vez más grandes, más inhóspitas, más vacías.
Al despertar, Victoria sintió algo extraño. Sus brazos le dolían, sus uñas sangraban y sus zapatos naufragaban en un plataforma llena de polvo. Levantó la vista. En la mano tenía una moneda tan reluciente que hacía daño a la vista. Su nombre estaba inscrito en ella. Victoria se había convertido en la Sota de Oros. Sostendría el dinero en su mano, pero jamás podría gastarlo. A Victoria no le importaba. Era feliz porque por fin trabajaba. Era feliz porque ya no se sentía sola.
MIGUEL MONTESINOS PAÑEDA
Fotografías
Mayte Pañeda
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