martes, 19 de febrero de 2013

Prosas rabiosas: "Sin salir de casa".








Prosas rabiosas


SIN SALIR  DE  CASA





   Mis extraños viajes sin salir de casa comenzaron una tarde en el bar de mi barrio, en el que suelo aposentarme cuando mi equipo de fútbol juega y hay que pagar por ver. Aquella maldita tarde mi equipo acabó derrotado ampliamente. Por cinco goles en contra. A mi lado, el parroquiano desdentado, que pasa en el bar más horas que en su domicilio, se reía de mí con tres dientes amarillos. Y los borrachos habituales le seguían el cachondeo. Hasta el camarero de peluquín rubio me esbozó una sonrisa cuando me contestó que mis consumiciones importaban cinco euros y veinte céntimos.

   Salí del bar triste y achicado, mientras el invierno y la noche me vomitaron lluvia, viento y frío. Sólo quería llegar a casa, meterme en la cama y soñar cómo mi equipo ganaba todos los trofeos. Pero al abrir la puerta de casa noté un raro silencio. No se oía a los niños gritar ni a mi suegra regañarlos. Mi mujer no tenía puesta la tele a todo volumen. Y todo estaba a oscuras. Joder, ¿me habría confundido de casa? Salí a la calle y comprobé que era mi inmueble, piso, letra y llave. Encendí todas las luces. Añoraba el barullo familiar. De nuevo, salí, cerré la puerta y la volví a abrir. Un silencio acojonante. Me aventuré por el pasillo y entré en el dormitorio marital. Grité como en las pelis de terror. Pero no tenía delante monstruo o asesino, sino un cacho rubia en pechuga viva, que fumaba y miraba la pantalla del televisor, y que me dijo con acento de espía rusa: “Te veo mucho nervioso últimamente, mi amor. Mucho cansado. Anda, mete aquí el cuerpo entre sábanas conmigo”. 















   Aquella noche follé bestialmente. Me sentía actor porno sin público. Qué rubia. Cómo se movía y la chupaba. No me dijo su nombre. Tampoco me atrevía a preguntárselo. Pero yo la llamé mi amor, mi vida, mi perra, mi súper coño y otras lindezas por el estilo.

   Me levanté dolorido y gustoso. Ella dormía como musa del vicio. Grande. Bella. Roncando cual cosaca feladora. De pronto, se me vino a la mente mi mujer dando voces: “¿Dónde has estado toda la noche? Y no me digas que los partidos de fútbol duran mil horas”. Mejor no pensar. Me planté en el trabajo, pero mi mujer no me llamó. Todo normal, demasiado normal. Pensaba que había sido idiota. Que las tías buenas no  llueven del cielo a tu cama, que algo raro pasaba, que tendría que ir a la policía, que a lo mejor mi familia había sido secuestrada por la mafia rusa, y que, señor comisario, fue así, muy raro, pero yo no estoy drogado, nada más que un cubata viendo el fútbol, sólo eso, y después silencio y una mujer muy hermosa que follaba lindamente, pero nada de drogas… Aunque cualquiera iba a la policía con esta historia. No tenía pruebas. Lo mismo me metían en una celda o llamaban a una ambulancia y me metían al manicomio.

   Agarré un martillo de la oficina y fui a casa pensando en cosas horribles. Entré sigiloso, arma en ristre. El follón habitual. “¿Papá, qué haces con ese martillo?”. Y todo transcurrió en el monótono caos habitual, en apacible y ruidosa rutina familiar. O sea, los niños querían jugar conmigo y con el martillo; la suegra que le arreglara el transistor, pero lo que pasaba es que las pilas estaban muertas; mi mujer que le hiciera caso sobre unas ofertas de edredones porque los que teníamos estaban muy gastados, olían fatal, a perros muertos. Y yo quería huir al bar y hablar con un montón de gilipollas de fútbol o de lo que fuera.














   Y los días, los meses y el tiempo transcurrieron como reloj amarillo, pesado y sin noticias. Hasta que después de un televisado partido de fútbol en el bar de mis amores y disputas, en que mi equipo ganó holgadamente y me reí como nunca del desdentado parroquiano, en que llegué a casa cantando, en que abrí la puerta y me sumergí en las dulzuras familiares y sus broncas, en que llegué al salón y todo estaba asquerosamente como de costumbre, menos la foto familiar, pues no estábamos nosotros, sino una familia de negros –matrimonio, dos hijos y señora vieja-,… me di cuenta de que algo raro estaba pasando, que aquel era un hogar distinto, pues todos, incluido yo, éramos negros y hablábamos como el conserje dominicano de mi oficina.

   Quise escapar, pero no hubo manera. Me hicieron cenar un arroz con pollo en cantidades increíbles. Mi mujer, que era como mi mujer, pero con mejores tetas, con mejor culo y negra radiante, me dijo que amol mío. que ya era hora, que si se me había olvidado que hoy habíamos quedado para ir a bailar, que si tenía dinero, que había que darle algo a su madre para que aguantara a los niños, que por cierto saltaban alocados por la casa, dando patadas a un balón que me dio en el estómago mientras ellos, decían, ser mejores que toda la selección de Brasil junta. ¡Dios mío, qué locura!










   Acabamos mi mujer negra y yo en una especie de sótano ruidoso, muy apretaditos y movedizos. Mi cuerpo hizo todo el deporte que le negué durante años y sudó innumerables cubatas de ron caribeño de pura cepa. Después de tres horas de un simparar, sentí que mi mujer de ébano quería practicar el baile de las sábanas húmedas, pues con estas mismas palabras me lo dijo y me obligó, gustosamente he de reconocer, a fornicar hasta un extremo que desconocía. Hubo un momento en que temí perder en sus manos, boca e interioridades genitales y anales mi infladísimo cipote.

   Me desperté a las siete de la mañana sudando. Sin ducharme y desayunar, salí de casa a velocidad olímpica. Pero yo no era blanco; era negro cerrado. Cómo iba a presentarme con semejante pigmentación en el trabajo. ¿Pero a dónde iba a ir? Estaba paralizado en el portal pensando que a lo mejor era un sinpapeles y que me podrían deportar, cuando una vecina me dio los buenos días y me llamó por mi nombre. En el bar ni se inmutaron, como si me conocieran de toda la vida. El del kiosko de prensa, lo mismito. Y cuando llegué al trabajo, ocupé mi mesa y nadie me dijo: “Te veo muy moreno”.

   Viví como negro durante unas semanas. Había cosas que me gustaba y otras, no tanto. Pero era un negro con trabajo, buen sueldo  y buenos trajes. El fútbol dejó de gustarme. Prefería hablar de baloncesto, NBA y ligas de beisbol. Descubrí también en carne propia que había mucho blanco cabrón, ignorante y racista. Me hice activista de una reconocida ONG anti-racista y de pronto un día me levanto, me ducho, me coloco mi cadena de oro, mi reloj de oro y, joder, vuelvo a ser blanco y vulgar. Me dio una rabia. ¿Qué coño estaba pasando en mi casa?, porque la cosa no quedó ahí.














    Me explico. Por un lado, empecé a aborrecer mi vulgar vida familiar. Pero por otro, esperaba ansioso esos cambios radicales de existencia, aunque fuera demasiado vertiginoso entrar en casa y descubrir que estaba casado con un hombre o que era un mafioso que disponía de toda la droga inimaginable y de una tía estupenda y estupendamente operada o que era un escritor de éxito que tenía diez o más libros publicados sobre los secretos de la cocina mediterránea o que era un solterón empedernido y coleccionista de cosas raras y que prefiero no mencionar. Había que tomar una solución. Y la tomé. Vendí la casa y me fui a vivir al otro extremo de la ciudad con mi adorable y apestosa familia.

   Pasaron los meses y unos cuantos años. Entonces, el paraíso de la rutina anidó en mi vida.

   Un día de fútbol y semifinales europeas me fui como un sonámbulo hasta mi antiguo bar. El camarero y el parroquiano desdentado se alegraron de verme. Discutimos, nos criticamos, nos insultamos. Era regresar a la antigua e incómoda felicidad. Qué paz interior. Qué goles marcó mi equipo. Qué lecciones te da la vida. Y qué susto me pegué cuando entraron la rubia rusa, el matrimonio dominicano, mi exmarido, el mafioso y la rubia de plástico, el escritor culinario y el coleccionista de cosas innombrables. Estuve a punto de decirles que yo fui ellos, que también viví con ellas. ¿Pero para qué? ¿Acaso lo entenderían? ¿Acaso lo entienden los que están leyendo esto?

                                           RAFA  MONTESINOS















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