Prosas
rabiosas
SIN
SALIR DE
CASA
Mis extraños viajes sin salir de casa comenzaron una tarde en el bar de
mi barrio, en el que suelo aposentarme cuando mi equipo de fútbol juega y hay
que pagar por ver. Aquella maldita tarde mi equipo acabó derrotado ampliamente.
Por cinco goles en contra. A mi lado, el parroquiano desdentado, que pasa en el
bar más horas que en su domicilio, se reía de mí con tres dientes amarillos. Y
los borrachos habituales le seguían el cachondeo. Hasta el camarero de peluquín
rubio me esbozó una sonrisa cuando me contestó que mis consumiciones importaban
cinco euros y veinte céntimos.
Salí del bar triste y achicado, mientras el invierno y la noche me
vomitaron lluvia, viento y frío. Sólo quería llegar a casa, meterme en la cama
y soñar cómo mi equipo ganaba todos los trofeos. Pero al abrir la puerta de
casa noté un raro silencio. No se oía a los niños gritar ni a mi suegra
regañarlos. Mi mujer no tenía puesta la tele a todo volumen. Y todo estaba a
oscuras. Joder, ¿me habría confundido de casa? Salí a la calle y comprobé que
era mi inmueble, piso, letra y llave. Encendí todas las luces. Añoraba el
barullo familiar. De nuevo, salí, cerré la puerta y la volví a abrir. Un
silencio acojonante. Me aventuré por el pasillo y entré en el dormitorio marital.
Grité como en las pelis de terror. Pero no tenía delante monstruo o asesino,
sino un cacho rubia en pechuga viva, que fumaba y miraba la pantalla del
televisor, y que me dijo con acento de espía rusa: “Te veo mucho nervioso
últimamente, mi amor. Mucho cansado. Anda, mete aquí el cuerpo entre sábanas
conmigo”.
Aquella noche follé bestialmente. Me sentía actor porno sin público. Qué
rubia. Cómo se movía y la chupaba. No me dijo su nombre. Tampoco me atrevía a
preguntárselo. Pero yo la llamé mi amor, mi vida, mi perra, mi súper coño y
otras lindezas por el estilo.
Me
levanté dolorido y gustoso. Ella dormía como musa del vicio. Grande. Bella.
Roncando cual cosaca feladora. De pronto, se me vino a la mente mi mujer dando
voces: “¿Dónde has estado toda la noche? Y no me digas que los partidos de
fútbol duran mil horas”. Mejor no pensar. Me planté en el trabajo, pero mi
mujer no me llamó. Todo normal, demasiado normal. Pensaba que había sido
idiota. Que las tías buenas no llueven
del cielo a tu cama, que algo raro pasaba, que tendría que ir a la policía, que
a lo mejor mi familia había sido secuestrada por la mafia rusa, y que, señor
comisario, fue así, muy raro, pero yo no estoy drogado, nada más que un cubata
viendo el fútbol, sólo eso, y después silencio y una mujer muy hermosa que
follaba lindamente, pero nada de drogas… Aunque cualquiera iba a la policía con
esta historia. No tenía pruebas. Lo mismo me metían en una celda o llamaban a
una ambulancia y me metían al manicomio.
Agarré un martillo de la oficina y fui a casa pensando en cosas
horribles. Entré sigiloso, arma en ristre. El follón habitual. “¿Papá, qué
haces con ese martillo?”. Y todo transcurrió en el monótono caos habitual, en
apacible y ruidosa rutina familiar. O sea, los niños querían jugar conmigo y
con el martillo; la suegra que le arreglara el transistor, pero lo que pasaba
es que las pilas estaban muertas; mi mujer que le hiciera caso sobre unas
ofertas de edredones porque los que teníamos estaban muy gastados, olían fatal,
a perros muertos. Y yo quería huir al bar y hablar con un montón de gilipollas
de fútbol o de lo que fuera.
Y
los días, los meses y el tiempo transcurrieron como reloj amarillo, pesado y
sin noticias. Hasta que después de un televisado partido de fútbol en el bar de
mis amores y disputas, en que mi equipo ganó holgadamente y me reí como nunca
del desdentado parroquiano, en que llegué a casa cantando, en que abrí la
puerta y me sumergí en las dulzuras familiares y sus broncas, en que llegué al
salón y todo estaba asquerosamente como de costumbre, menos la foto familiar,
pues no estábamos nosotros, sino una familia de negros –matrimonio, dos hijos y
señora vieja-,… me di cuenta de que algo raro estaba pasando, que aquel era un
hogar distinto, pues todos, incluido yo, éramos negros y hablábamos como el
conserje dominicano de mi oficina.
Quise escapar, pero no hubo manera. Me hicieron cenar un arroz con pollo
en cantidades increíbles. Mi mujer, que era como mi mujer, pero con mejores
tetas, con mejor culo y negra radiante, me dijo que amol mío. que ya era hora,
que si se me había olvidado que hoy habíamos quedado para ir a bailar, que si
tenía dinero, que había que darle algo a su madre para que aguantara a los
niños, que por cierto saltaban alocados por la casa, dando patadas a un balón
que me dio en el estómago mientras ellos, decían, ser mejores que toda la
selección de Brasil junta. ¡Dios mío, qué locura!
Acabamos mi mujer negra y yo en una especie de sótano ruidoso, muy
apretaditos y movedizos. Mi cuerpo hizo todo el deporte que le negué durante
años y sudó innumerables cubatas de ron caribeño de pura cepa. Después de tres
horas de un simparar, sentí que mi mujer de ébano quería practicar el baile de
las sábanas húmedas, pues con estas mismas palabras me lo dijo y me obligó,
gustosamente he de reconocer, a fornicar hasta un extremo que desconocía. Hubo
un momento en que temí perder en sus manos, boca e interioridades genitales y
anales mi infladísimo cipote.
Me
desperté a las siete de la mañana sudando. Sin ducharme y desayunar, salí de
casa a velocidad olímpica. Pero yo no era blanco; era negro cerrado. Cómo iba a
presentarme con semejante pigmentación en el trabajo. ¿Pero a dónde iba a ir?
Estaba paralizado en el portal pensando que a lo mejor era un sinpapeles y que
me podrían deportar, cuando una vecina me dio los buenos días y me llamó por mi
nombre. En el bar ni se inmutaron, como si me conocieran de toda la vida. El
del kiosko de prensa, lo mismito. Y cuando llegué al trabajo, ocupé mi mesa y nadie
me dijo: “Te veo muy moreno”.
Viví como negro durante unas semanas. Había cosas que me gustaba y
otras, no tanto. Pero era un negro con trabajo, buen sueldo y buenos trajes. El fútbol dejó de gustarme.
Prefería hablar de baloncesto, NBA y ligas de beisbol. Descubrí también en
carne propia que había mucho blanco cabrón, ignorante y racista. Me hice
activista de una reconocida ONG anti-racista y de pronto un día me levanto, me
ducho, me coloco mi cadena de oro, mi reloj de oro y, joder, vuelvo a ser
blanco y vulgar. Me dio una rabia. ¿Qué coño estaba pasando en mi casa?, porque
la cosa no quedó ahí.
Me explico. Por un lado, empecé a aborrecer mi vulgar vida familiar.
Pero por otro, esperaba ansioso esos cambios radicales de existencia, aunque fuera
demasiado vertiginoso entrar en casa y descubrir que estaba casado con un
hombre o que era un mafioso que disponía de toda la droga inimaginable y de una
tía estupenda y estupendamente operada o que era un escritor de éxito que tenía
diez o más libros publicados sobre los secretos de la cocina mediterránea o que
era un solterón empedernido y coleccionista de cosas raras y que prefiero no
mencionar. Había que tomar una solución. Y la tomé. Vendí la casa y me fui a
vivir al otro extremo de la ciudad con mi adorable y apestosa familia.
Pasaron los meses y unos cuantos años. Entonces, el paraíso de la rutina
anidó en mi vida.
Un
día de fútbol y semifinales europeas me fui como un sonámbulo hasta mi antiguo
bar. El camarero y el parroquiano desdentado se alegraron de verme. Discutimos,
nos criticamos, nos insultamos. Era regresar a la antigua e incómoda felicidad.
Qué paz interior. Qué goles marcó mi equipo. Qué lecciones te da la vida. Y qué
susto me pegué cuando entraron la rubia rusa, el matrimonio dominicano, mi
exmarido, el mafioso y la rubia de plástico, el escritor culinario y el
coleccionista de cosas innombrables. Estuve a punto de decirles que yo fui
ellos, que también viví con ellas. ¿Pero para qué? ¿Acaso lo entenderían?
¿Acaso lo entienden los que están leyendo esto?
RAFA MONTESINOS
RAFA MONTESINOS
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