Prosas
rabiosas
SEXO ANTIGUO. UN MUSEO.
El
abuelo Antonio siempre fue un tipo raro. Viudo desde edad temprana, rehuía las
celebraciones familiares, aunque atentamente siempre nos mandaba un regalito
por Navidad y cumpleaños. Nuestro padre, hijo único, fue un ser gris, de pocas palabras,
viudo también a edad temprana y que evitaba siempre hablar del abuelo. Lo único
que decía es que se consideraba huérfano. Y así como otras familias tienen su
pequeña historia, real o inventada, nosotros sólo una vez escuchamos al abuelo
decir que nuestro padre era un meapilas y un acojonado. Pobre papá, siempre fue
un maniático de la moderación y de las buenas y santas costumbres, un ser que
buscaba obsesivamente la tranquilidad y huir de los problemas. Pero dejemos a
papá en su paz definitiva.
Sabíamos
que el abuelo Antonio se había dedicado a las artes gráficas. De su imprenta
salieron hermosas ediciones y otras imágenes, de algunas de las cuales supimos
tras su fallecimiento, acaecido el pasado 28 de diciembre. Decidió abandonar a
los vivos cuando sólo le quedaba una semana para cumplir los cien años. Y nos
tocó a sus descendientes hacernos cargo de sus cosas y de la herencia.
Así que mis hermanos, Carmen y Luis, y yo nos plantamos en su casa de la
calle de El Príncipe. Sólo conocíamos que le cuidaba una mujer, aunque no
suponíamos que fuera una mulata de unos cincuenta años, esplendorosas carnes,
ojos verdes y sonrisa, que nos recibió con un “pasen, pasen, no se apuren y
entren”. Rumira, que así decía llamarse la mulatona, parecía muy condolida:
“Ay, señoritos, que buen hombre fue don Antonio. Parece mentira que con casi
cien años fuera tan caballero, tan señor,… y tan hombre hasta el final… Esto es
para ustedes”. Y nos hizo entrega del testamento y diversos papeles. En el testamento, se le otorgaba a Rumira un
dinerito, así como la presidencia honorífica de la Fundación Mejor Vida, sita en la casa en la que
nos encontrábamos. El resto de la herencia, que no era poco, pasaba a nosotros,
sus herederos legales.
Mi hermano Luis, que siempre prestó un interés vicioso por el dinero, se
puso a leer muy serio el testamento. Le cabreaba enormemente que la humilde mulatona
y cuidadora del abuelo fuera la Presidenta de la Fundación Mejor Vida y, que como tal, viviera hasta el fin de sus días en
aquel pedazo casa de la calle de El Príncipe, según rezaba el testamento y
otros papeles. “Qué coño de Fundación es esta, señora. ¿Dónde están sus
estatutos?, porque aquí no dice nada de qué va”. Rumira le contestaba que ella
no podía aclararle nada, por expreso deseo de don Antonio, y que nosotros
tendríamos que ir al notario para enterarnos.
En cambio, a
Carmen y a mí la situación nos hacía gracia, nos parecía una rareza muy
propia del misterioso abuelo Antonio. Íbamos a heredar más dinero que el que
esperábamos y, encima, íbamos a tener diversos cargos en una fundación.
La
curiosidad acumulada durante años hacía que Carmen y yo nos dedicáramos a
husmear por todos los rincones de la casa. Al cabo de un rato, Luis nos dijo: “Ya
veo que os gusta mucho las cositas del abuelo. Esto no hay quien lo entienda. Os
dejo con Rumira; yo me voy, que tengo asuntos pendientes en la oficina.
Quedamos pasado mañana para ir aclarando el tinglado legal de la herencia”.
La
casa era enorme, y de un estilo antiguo y asfixiante. En el salón predominaban
los cuadros de paisajes muy al gusto del siglo XIX. Tenía una amplia biblioteca
con libros hermosamente encuadernados, algunos en piel roja y otros en negra.
Diversos armarios con la llave echada componían la parte baja de las
estanterías. Mientras Rumira lloriqueaba y moqueaba, Carmen y yo estuvimos examinando
los libros. Además de títulos de historia, técnicas de impresión y de arte
publicados en la antigua imprenta del abuelo, había un variado surtido de
literatura erótica en lujosas ediciones: El
Kamasutra, el Libro chino de los
sentidos, el Justine, Las memorias de Casanova, algunos
títulos de Felipe Trigo y otros, la mayor parte, de autores eróticos nacionales
y extranjeros, tanto clásico como actuales.
Como Rumira vio que nuestra disposición no era como la de Luis, nos
preguntó con misterioso tono: “¿Quieren ver más? Lo más interesante está abajo”.
Y nos abrió los diversos armaritos que daban base a los anaqueles. Allí estaba,
al menos, la historia gráfica del erotismo de más de dos siglos: Novelitas
pornográficas, como La chula del colegio,
vetustos y salerosos dibujos, barajas de naipes igualmente salerosos, carpetas
con postales y fotos del París alegre de entonces, partituras de canciones obscenas,
rollos de películas perfectamente etiquetadas y archivadas por temas, carpetas
con el rótulo de “confidencial” que contenían cartas subidas de tono y fotos
aún más ardientes…
Carmen
y yo estábamos encantados, divertidos. Empezábamos a comprender al misterio
abuelo. “Don Antonio era muy picantón, aunque siempre un caballero, pero muy
picantón, hasta sus últimos momentos… Pero no piensen que se murió de eso,
haciendo eso, y menos conmigo, que él se murió de un catarro mal curado”.
Carmen, siempre tan cachonda en todos los sentidos, le contestó: “Tranquila,
mujer, que nosotros no somos como Luis”.
Entonces
Rumira dijo: “Queda lo mejor”. Y fue descubriéndonos habitaciones muy
especiales.
La Estancia de las Cosas para las Cosas,
compuesta por los enseres más placenteros: trono del placer, satenes
irresistibles, cuerdas, pinzas, juguetes
antiguos y modernos para aplicar, como decía Rumira, en el hueso del gusto y
otras partes…
El despacho de don Antonio, decorado en
su mobiliario muy al estilo años 50 del pasado siglo y cuyas paredes se revestían
con fotos enmarcadas de Marilyn Monroe, con vestidos de mujer sacados de las
películas de Marilyn y que, según Rumira, ella se ponía junto a una peluca
rubia cuando a don Antonio le daba el pronto, que le dio muy hasta el final.
Y
la Sala de las Cochinadas Bonitas o
sala de proyecciones, una especie de pequeño patio de butacas de cine mudo.
Tapicería roja, amplias butacas y, por las paredes, fotos de picantes chicas de
oficina de otra época.
Todo esto vimos, y mucho más, mientras Rumira loaba a su benefactor: “Ay,
qué hombre más fogoso. Las cosas sexuales siempre le gustaron que muy mucho… Yo
siempre estuve muy bien atendida. No me puedo quejar”.
Después, en la cocina, que también tenía su punto de prostíbulo vetusto,
nos completó la historia. Según entendimos, pues Rumira era propensa a mezclar
la realidad con la fantasía, tras morir su mujer siempre tuvo ama de llaves de
buena compañía, como ella misma, que llevaba con don Antonio desde hacía más de
treinta años, cuando se jubiló y cerró la imprenta. Durante mucho tiempo, fue
el proveedor oficial en Madrid de pornografía entre los magnates del franquismo
y muy amigo de la policía. Pero, claro, con la Democracia las cosas cambiaron,
y aquel recatado y productivo club se quedó anticuado. Sus clientes se le
fueron muriendo y la casa se convirtió en un museo de sexo antiguo. “Don
Antonio no entendía lo de Internet; para él era un paso atrás. Decía que no es
lo mismo mirar por la cerradura que encamarse, como es lo suyo. Me decía,
Rumira, hay que hacer un museo para que la gente no se olvide de cómo se hace y
se disfruta. Esto es único y puede ser un negocio, como antes. ¿Ustedes que
piensan?”
Carmen
y yo nos echamos a reír. Yo estaba en paro; Carmen, lo mismo. Yo estaba
separado y aburrido; Carmen, casi-casi. Y nos decidimos a trabajar en La
Fundación Mejor Vida junto a Rumira,
porque nuestro hermano Luis cuando se enteró de qué iba el asunto empezó a
gritar y hablar de pleitos, cosa que se le pasó pronto cuando recibió una
golosa compensación económica.
La
verdad es que nunca pensé que iba a acabar trabajando en la gestión de un museo
de sexo antiguo, tan necesario en estos tiempos. Por cierto, Rumira es
encantadora.
RAFA MONTESINOS
RAFA MONTESINOS
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